Las fronteras como espacios en los que el tiempo cobra otro significado, siempre me han seducido, atraído.
Vivir entre occidente y oriente es este Istambul, en el que me senti como en casa, recorrer los puentes, tener en el horizonte las siluetas de los minaretes y sentirme envuelta por una llamada profunda, cinco veces a día desde cualquier rincón de esta ciudad cosmopolita.
Dejarte hechizar por esa luz dorada sobre el cuerno de oro y escuchar atenta voces antiguas que narran historias al caer la noche.
Istambul, con sus tulipanes, con sus barcos, en sus hamanes, en los puentes donde los hombres lanzan sus cañas, mientras conversan.
Fronteras como espacios de encuentro, donde convergen lo femenino y lo masculino para poder dialogar. Son estos los límites que me recorren, en lo que deseo perderme.
Sin embargo palpitan también las fronteras entre el poder ejecutor y el tácito, y son muy palpables en el Palacio de Topkapi, en esa sala de audiencias, donde la madre del sultán debia de esconderse tras la reja para luego decidir y que su hijo ejecutara sus decisiones, en el harem espacios para las mujeres...
En cambio hay en sus paredes hermosas puertas, como esta de azulejos, puertas en las que el árbol de la vida nos aguarda en el umbral.
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